Ciudad del Vaticano. – Tras la muerte del papa Francisco, el mundo católico espera con expectación el momento en que el cardenal protodiácono pronuncie el tradicional “Habemus Papam” desde el balcón central de la basílica de San Pedro, anunciando oficialmente la elección del nuevo pontífice. En ese instante se conocerá no solo la identidad del sucesor, sino también el nombre que elegirá para su pontificado, una decisión que históricamente ha ofrecido pistas sobre el rumbo pastoral y teológico que tomará su papado.
La elección del nombre papal es una antigua tradición que simboliza tanto una ruptura con la vida anterior como una declaración de intenciones. En 2013, el entonces cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio respondió “Vocabor Franciscus” (“Me llamaré Francisco”) al ser preguntado con la fórmula latina “¿Quo nomine vis vocari?” (“¿Con qué nombre quieres ser llamado?”), marcando el inicio de un papado centrado en la humildad y la atención a los más necesitados.
Doce años después, la elección de un nombre como “Francisco II”, aunque poco probable, podría interpretarse como una continuación del legado de Bergoglio. Otra posibilidad simbólicamente poderosa sería “Ignacio”, en honor a san Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús y figura clave en la formación espiritual del papa Francisco. La teóloga Natalia Imperatori-Lee, presidenta del Departamento de Estudios Religiosos en la Universidad de Manhattan, considera esta opción como innovadora y significativa: “Sería interesante. Nunca hemos tenido uno de esos”, comentó a la agencia AP.
Por el contrario, un nombre completamente inédito, como el propio “Francisco” lo fue en su momento, podría reflejar una orientación novedosa y distinta respecto a pontífices anteriores. Según el historiador Roberto Regoli, de la Universidad Gregoriana de Roma, esto indicaría un deseo de marcar un camino propio. El mismo Francisco bromeó en su momento diciendo que su sucesor podría llamarse “Juan XXIV”, en referencia al papa reformista del Concilio Vaticano II.
A lo largo de los siglos, el nombre papal ha servido como homenaje, continuidad o incluso ruptura. Durante siglos, los papas elegían nombres en honor a aquellos que los habían elevado al cardenalato. Sin embargo, desde mediados del siglo XX, la tendencia ha sido optar por nombres que reflejen la misión que se proponen cumplir como líderes de la Iglesia.
Entre los nombres más comunes en la historia del papado se encuentran Juan (23 veces), Benedicto y Gregorio (16 cada uno), Clemente e Inocencio (14), y Pío (13). Este último está asociado con corrientes más tradicionales y ha sido utilizado por papas conocidos por su conservadurismo, como Pío X, crítico del modernismo, y Pío XII, figura controvertida por su papel durante la Segunda Guerra Mundial.
Algunos nombres, como Pedro, se consideran simbólicamente inadecuados. Por respeto al apóstol san Pedro, primer papa de la Iglesia, nunca ha habido un Pedro II, en parte por una antigua profecía que lo señala como el último papa antes del fin de los tiempos.
Otros nombres, como Inocencio o Urbano, han caído en desuso por sus connotaciones históricas negativas. Imperatori-Lee lo resume con claridad: “No creo que nadie elija Inocencio”, haciendo referencia a los escándalos que han afectado a la Iglesia en los últimos años.
En las próximas horas o días, el nuevo pontífice revelará su nombre y, con ello, enviará el primer mensaje simbólico de su papado al mundo. El nombre elegido será una ventana hacia sus prioridades, su visión e incluso su estilo de liderazgo al frente de los más de mil millones de católicos en todo el planeta.
